Why are we so interested in machines?

(I stole this labyrinth from Belisa Bartra’s Tumblr. I have no idea if it’s hers and I have no relation to her whatsoever. I hope she won’t mind)

I’ve been wondering about this for a while now: Why, o, why are we so interested in machines? what’s the deal –my deal– with the computer and the Web? “Why are we so interested in machines despite their core stupidity, their 0s and 1s, their propensity to crash, their maddening literalness and oblivious torpor?” I could not have phrased it any better, and hence, I’m copying and pasting from Janet Murray’s introduction to The New Media Reader. She wonders why we keep persevering with a medium that is so deeply flawed and yet, so intrinsically appealing that most of us, today, choose to communicate with one another by “making complex artifacts out of electrical impulse.” Why do we do what we do, and why do we do it online? doo bee doo.

Murray offers a lovely humanistic perspective on the issue: because we are pattern makers, she says, because we think beyond our tools. Because the digital medium is as much a pattern of thinking as a pattern of making. Because we are drawn to this medium because we need to understand the world. A world that, some how, it seems, we are creating and coding with new patterns. We, humans, are behind –and are in charge of– it all. The machine, the book, the painting, the symphony, and the photograph, all of them, are made in our own image and reflect it back again. We are the world! and we draw pretty patterns on it and then feel compelled to try to understand and use these machines that we have created to make these patterns in the first place. But why, o, why, this obsession with the digital now? (and by now, I mean, of course, for the past 50 years). Janet says that’s because we are finally aware of the failure of linear media (that boring, uncool, linear media) to capture the structures of our thought. That thought that seems to be going crazy creating web patterns for us to untangle trying to understand what’s going on in the web… doo be doo, hum dee dum.

Now then, I also read the next three following essays on the same reader:  Manovich’s intro –o, how much we love Manovich and his The Language of New Media, btw–, “El jardín de los senderos que se bifurcan” del maestro Borges, and an oldie but goodie: Vannevar Bush’s “As We May Think” about that sexy memex machine. Manovich has a similar interpretation on the issue of making sense of our experience –I guess we are all obsessed with the same things, but then again, that does not make it any less genuine, does it? we could just copy and paste each other all day long and still be saying something genuine and unique, I feel, but that’s a thought trendy enough to have its own post, so I’ll save it for later–. Borges and Bush –BB for short– are both toying with the idea of creating massive branching structures as ways to better organize data and represent human experience.


Borges, however, wrote about his forking garden of multiple –but limited– paths before the cool high-tech people came up with the idea of hypertext. Before Bush’s memex even. Borges was delineating his own narrative machine before we had the machines to make it happen. This seems to be the common belief about Borges’ story and its relation to hypertext, and it’s similar to Manovich’s proposal in “Avant-Garde as Software” –read it, people, read it (most of it included in The Language of…)– where he says that many avant-garde experiments and comprehension models on how to approach the world were absorbed by software and became part of new media technologies. Borges’ assumptions were refashioned by the new machines and present a new organizational model for us to deal with these patterns, this data, that we keep creating. La dee dah.

Kenneth Goldsmith said somewhere –I do believe it was in Uncreative Writing— that we are now facing an unprecedented situation: never before had we had so much information. Goldsmith, as a poet, talks about text, about the unlimited text patterns that conglomerate the Web. How to make his way through this thicket –that’s the pretty word he uses– of information, how to manage it, parse it, organize it and distribute it, is his main poetic concern. He literally says that this approach is “what distinguishes my writing from yours” –you being, well, you, and he being, well, him, although you are not not so much you anymore if you are reading this and are starting to understand that what we are all doing is trying to think more like him. We are all trying to better organize the data that creates our world, and, on the same token, we create non-stop. We are data machines. But if we are the machines, who are the humans?

The poets. Definitely.
Doo bee doo.

Alex Saum
(The author, Dr. Saum-Pascual, originally posted this somewhere else, but because it’s hers, she can do whatever she wants with it and re-post it here. La dee dah)

Dolerse: esa hibridez que me atormenta

Como se me acaban las vacaciones y he vuelto a California…

Leo con interés, en una entrevista de Jennifer Howard en el Chronicle of Higher Education, la sentencia de Michael F. Suarez, director del Rare Book School de la Universidad de Virginia, sobre la digitalización de “libros”: “When you take the text of Moby-Dick and pour it into a Kindle, you strip out the bibliographic codes and you strip out the social codes”. La digitalización, para Suarez, actúa como una especie de desnudez, una segregación de la esencia del texto y aquello que lo contiene y, de algún modo esencial, lo informa. Esta separación presenta una pérdida del surplús de conocimiento hermenéutico que supone el libro en sí, el cuerpo físico.


El cuerpo importa. El cuerpo informa. Ya en otra parte dije que veo una fuerte relación entre el cuerpo físico del libro y el contenido textual que ahí se presenta. Estoy de acuerdo con Suarez y me parece muy relevante el ejemplo que da para establecer esta relación: Moby-Dick. El cuerpo de esa gran novela del siglo XIX es un cuerpo de tapas duras, hojas amarillentas y, seguramente, alguna ilustración explicada ecfrásicamente en el texto. El cuerpo complementa el mensaje del texto, completa la obra, y nos habla de sus condiciones de distribución y recepción en la época, entre muchas otras cosas.


¿Qué ocurre entonces con la literatura nacida hoy digitalmente, con los born-digital? Suarez habla de “incunables digitales”. Muy requetebién. A cada cuerpo su texto, y es posible que el texto cambie si el cuerpo lo hace y viceversa. Todo coherente: hay textos que se escriben hoy como hace cien años y se recogen en cuerpos igualmente ancianos. Hay otros textos que nacen de lo digital, responden a formas de leer y escribir de su entorno, y son accesibles únicamente en su virtualidad, en “cuerpos” nuevos. Todo muy clarito. 


Pero -y es que siempre hay un pero- la práctica literaria de hoy no está tan clara. Existen textos que nutridos por la revolución tecnológica comparten formas de la misma y son pensados, empero, para ser distribuídos en un cuerpo de códice que se nos muestra, de algún modo, anacrónico. No parece ser posible hablar de la existencia de un sólo tipo de texto albergable en el tradicional cuerpo-códex realista al que estamos acostumbrados. La función de estos híbridos es la que aquí me interesa. 


La escritora mexicana Cristina Rivera Garza en un artículo que publicó hace unos días en la revista Milenio –aunque yo lo leo en su blog-, habla del poder del escritor en un momento como el presente cuando más que nunca importa la labor inmaterial de la producción, situando al escritor en una posición de renovada importancia dentro de la sociedad. Me llama la atención esta aseveración del poder del escritor en tanto a la connotación ética que se le asume, la responsabilidad que Cristina toma como escritora. Me llama la atención, pero no me sorprende: los textos digitales de Cristina hace tiempo que son una respuesta directa a la implicación del intelectual con la sociedad, de eso no hay duda. Existía, no obstante, una especie de dicotomía entre su producción “digital” y la creada para ser encuadernada físicamente. Un desdoblamiento entre el texto virtual y aquel recubierto de códigos materiales que serían sus novelas y cuentos, más oscuros, más herméticos, más, quizás, interesantes. Hay quien diría que más poéticos. (Y digo esto sin tocar los textos históricos de Cristina como doctora en historia que es, porque sería ya meterme con demasiadas Cristinas).

Puede ser que cada plataforma sirviese para una cosa diferente: lo digital, lo comprometido, lo real, lo urgente versus lo poético, lo personal, lo ficticio, lo material. Dentro de esa vertiente material, Cristina es parte de ese grupo de escritores cuyos juegos híbridos -¿mutantes?- llevan tiempo atormentándome. Abrazaba la forma digital y la convertía en poesía impresa. Y esto lo veíamos en sus cuentos, poemas, novelas… Y aunque paradójicos en su forma, los temas de Cristina estaban a gusto cada uno en sus cuerpos asignados, y sus lectores sabíamos a qué atenernos y cómo comprender estos “códigos” de los que Suarez nos hablaba. El surplús quedaba explicado según el contexto del texto.

Pero -y es que los peros van de dos en dos- Cristina publica Dolerse: textos desde un país herido, poco antes de sacar El mal de la Taiga que tanta y tan merecida atención está recibiendo. Dolerse, como ya nos tenía acostumbrados con su obra de ficción, recoge estética aprehendida de la web y la distribuye como libro físico. Ahora bien, este cuerpo no es un compendio de ficciones, esta obra es diferente, vuelve a transgredir fronteras y problematiza aquella dicotomía de temas y cuerpos a la que nos tenía acostumbrados. Dolerse se convierte en respuesta material: en cuerpo poético de la preocupación del intelectual como ciudadano. Cristina se vuelve más ciudadana. Más, paradójicamente, poeta.

Quizás sea una respuesta a la situación de crisis en la que estamos. A principios de mes Jordi Carrión vindicaba el gonzo en su blog hablando de la necesidad de ejemplaridad y responsabilidad, aunque hoy en día entendidas de una manera diferente que no tiene, curiosamente, que ser ejemplar ni necesariamente responsable y que por eso sea, quizás, más pertinente que muchas otras en “en estos tiempos nuestros: los de la sociedad del malestar” y defendía las variaciones que ha sufrido este género periodístico debido, precisamente, a la situación de crisis contemporánea. “Cada época ha codificado sus propios registros óptimos de la verdad. Es decir, en cada momento histórico un tipo u otro e texto, de imagen, o de producto audiovisual ha sido percibido como el vehículo idóneo para transmitir la sinceridad, lo cierto, lo real”.

Dolerse responde a un cambio semejante y nos transmite la necesidad de hacer del dolor ajeno el dolor propio. Siguiendo las ideas de Susan Sontag, de rescatar la experiencia del dolor en la sociedad sin convertirlo en elemento sensacionalista, Dolerse es capaz de reincorporar ese dolor en el corpus literario, lo convierte en libro. Salta de la web. Es testimonio crítico y “realista” y como tal se publica encarnado en códice. Y sin embargo, la voz transgresora de la poeta digital sale a flote en la forma nueva que da a los textos que conviven con esa paradoja que día tras día me atormenta, me fascina, me enamora: literatura impresa en lo material imbuída de lo inmaterialmente digital. Y ahora, más poeta, más responsable, más terriblemente ciudadana.

A

Ocupación poética a la deriva

Como todavía estoy de vacaciones y he vuelto a Madrid, me acerqué al Matadero a tomar una caña y dar un paseo con una amiga.  El paseo se multiplicó poéticamente.


La realidad aumentada, y cito de la web de Intermediae directamente: “permite geolocalizar contenidos en unas coordenadas físicas”, es decir, nos permite repensar el continente físico y acceder a otro tipo de contenido virtual que nos rodea a través de “visores” –aplicaciones móviles que pueden escanear y “leer” archivos que estén en su radio de acción– mientras nos damos un paseíto por el barrio.

Esta nueva aproximación al espacio tomada de la ciencia y la informática comparte elementos de la dérive situacionista, una especie de vagabundeo a la deriva, que permitió delinear los primeros ensayos de articulación psicogeográfica de la ciudad moderna. Allá por los años 60, Guy Debord decía en su teoría de la deriva: 

“Beyond the discovery of unities of ambiance, of their main components and their spatial localization, one comes to perceive their principal axes of passage, their exits and their defenses. One arrives at the central hypothesis of the existence of psychogeographical pivotal points. One measures the distances that effectively separate two regions of a city, distances that may have little relation with the physical distance between them. With the aid of old maps, aerial photographs and experimental dérives, one can draw up hitherto lacking maps of influences, maps whose inevitable imprecision at this early stage is no worse than that of the first navigational charts; the only difference is that it is a matter no longer of precisely delineating stable continents, but of changing architecture and urbanism”. 


La comprensión de Debord del espacio como algo multidimensional e indeciso, predispuesto a alterarse según relaciones inestables entre los distintos nódulos de emoción, personajes o situaciones, y la posibilidad de capturar ese momento de intersección dinámica entre nódulos y zonas pivotales, es especialmente productivo en este momento en el que la nuevas tecnologías nos permiten un acercamiento al espacio multidimensional, a la par que somos capaces de concebir relaciones poéticas que trasciendan la plataforma tradicional alfabética.


La Arganzuela, y los alrededores del barrio de Legazpi se reinventan, se intervienen, se mutan y desestabilizan, creando una red emotiva, de arquitectura poética. La lástima es que la selección poética de Carlos Contreras Elvira sea, en su mayoría, un tanto cobarde e incoherente con la forma del proyecto, por no meterme con las lecturas dramatizadas y la musiquita de fondo que puede que sean, a veces, un poquitín petardas. Me gustaría ver poesía contemporánea, arquitectónica y, sobre todo, escrita originalmente en español. Más mutante.

Plaza de España, Madrid, 2012


Madrid está siendo intervenida. Poéticamente. Políticamente.

A

Los fotogramas de Eduardo Hopper

Como seguía de vacaciones y estaba en Madrid, fui con unos amigos a ver la de Hopper, en el Thyssen.

Habitación de hotel, 1931
Dicen que es la mayor muestra del artista en Europa, 73 piezas (aunque falta el cuadro más guay de todos, que sigue en Chicago) expuestas más o menos cronológicamente. En la exposición se enfatiza la influencia de los maestros europeos en la evolución del americano: Félix Vallotton, Albert Marquet y, por supuesto, Degas. Leo, sin embargo, un artículo de Muñoz Molina sobre esta exposición que dice que Hopper es un pintor radicalmente americano porque presenta una sensibilidad autóctona que se esmera en mantener la distancia con el cosmopolitanismo de las vanguardias y la figura europea del artista moderno. Estoy de acuerdo con Antonio, Hopper viajó a París e ignoró el cubismo por completo. Pasó del extrañamiento y aquel intento de desautomatizar la mirada de los vanguardistas aquellos. Hopper iba a otra cosa. 
Sigo leyendo a Muñoz Molina y veo que en 2010, cuando el hombre se paseaba por las calles de Manhattan y pasaba sus tardes en el MOMA, decía que de Hopper le sorprendía la falta de cualquier anécdota narrativa, la exploración más bien de tan sólo unos rasgos esenciales –y aquí Muñoz Molina citaba a Machado oscura la historia/ y clara la pena. Pena sí, rasgos esenciales también. Pero sujetos ambos por la precisa narratividad de cada una de sus piezas. 
Reunión nocturna, 1949
El momento de Hopper es preciosamente narrativo. Es literatura visual. Aunque, y haciendo una concesión al Muñoz Molina del 2010, literatura que por más figuras reconocibles que presente, nos resulta más bien abstracta –“Qué imperiosamente real puede ser Jackson Pollock, qué abstracto Edward Hopper” creo recordar que decía Antonio. Hopper nos ofrece una captura de imagen, un fotograma de folletín. Hay expectación argumental en cada pieza, la causalidad se desvanece, sin embargo; el predecesor de cualquier teleserie norteamericana o de una obra, ahora sí, de Agustín Fernández Mallo, por ejemplo. Hace unos días leía algo que decía este escritor sobre Hopper en su blog acerca de la interpretación existencial que se le da a la obra del pintor. Agustín se pregunta si en vez de interpretar estas figuras en clave de tristeza, no podríamos pensar que están, más bien, a su bola. Cada uno a lo suyo y, además, perfectamente felices de estar así, dejados a su rollo; “construyendo su individualidad”. No puedo evitar ver las figuras de Hopper con cierta sentimentalidad, del mismo modo que leo el universo Nocilla del coruñés con la misma plaga emotiva, pero eso es otra historia. Lo importante hoy es la narratividad descentrada de Eduardo. Hopper rescata una escena desenfocada, fuera de encuadre de la gran historia norteamericana. Un pie se queda fuera de la imagen, vagando solo. Medio cuerpo fuera de la ventana, una farola sin cabeza. 
Habitación en Nueva York, 1932
No hay protagonista redondo, son avatares sin rostro. La alienación del desarrollo capitalista norteamericano como precuela a la incorporeidad internáutica actual. O a la literatura contemporánea española; las fronteras se borran, oscura la historia/ y clara la pena.

A

Cigarrillos Manoli y otras vanguardias

Como estoy de vacaciones y en Madrid, esta mañana, mi señor padre y yo hemos ido a ver la exposición de la fundación Juan March, “La vanguardia aplicada (1890-1950)“.

Imprenta Trío, 1931, Piet Zwart


Leo bastante sobre la experimentación artística de hoy. Parece que todo el mundo trata de subvertir las reglas (cosa que, por otro lado, me parece muy requetebién) y que si no es “experimental”, la cosa no merece mucho la pena (cosa que, por otro lado, también me parece, las más veces, muy requetebién). Creo, no obstante, que sigue mereciendo la pena detenerse un momento y volver la mirada al proceso de evolución de las vanguardias históricas (y no sólo las tradicionalmente comprendidas como literarias, que son las que se llevan la gran parte de la atención crítica –cosa que, también, me suele parecer muy, muy requetebién) para comprender el momento de “experimentación” artística en el que vivimos.

En el programa de mano de la exposición se explica que antes de que en el siglo XVIII advinieran las estéticas modernas, y con ellas, la autonomía de las bellas artes, éstas habían sido consideradas “artes aplicadas”, es decir, que se creaban con un objetivo particular “aplicado” a la devoción religiosa, la representación del poder, la riqueza, etc. Sabemos que años después, con la llegada de muchos movimientos vanguardistas (futurismo, dadaísmo, constructivismo… ismos todos hartos de la situación “autónoma” en la que se encontraba el arte), se trató de devolver el arte (¿con su potencial transformador?), al ámbito político y social, al mudo doméstico y de las ideas, del que las estéticas y poéticas del arte puro, el esteticismo, y el ideal de l’art pour l’art le habían alejado.

 

Nicolas, 1935, Cassandre


Devolver el arte a la vida… Volviendo a la “experimentación” literaria de hoy, veo una influencia doble de estas vanguardias “históricas” en la obra de muchos artistas actuales — y pienso aquí, sobre todo, en aquellos que algunos hemos nombrado mutantes (y que me interesan a mí porque me parece que lo que hacen está más que requetebién)– que vendría desde el desarrollo de los medios tecnológicos, por un lado, y de la vanguardia literaria en sí, por otro. En lo referente a la evolución estética de los medios, valga recordar los múltiples manifestos y publicaciones pro-cambio de los 1920 que buscaban un nuevo tipo de lenguaje dentro de esos mismos medios tecnológicos que estaban afectando la práctica de los diferentes artistas “de vanguardia” pocos años antes: la nueva tipografía de Jan Tschichold, la nueva visión de Laszlo Moholy-Nagy, la revolución arquitectónica de Le Courbusier, los intentos franceses, alemanes o rusos por crear un lenguaje cinematográfico nuevo y, desde luego (y con más presencia en esta exposición de la Juan March), las innovaciones de diseño gráfico de Aleksander Rodchenko o El Lissitzky.

Estas revoluciones de principios de siglo (diseño, visión, arquitectura) respondían a lo que entonces eran “new media”: la “nueva” fotografía, el “nuevo” cine, y la “nueva” arquitectura. “Medios” con múltiples aplicaciones y creados para ser, precisamente, “aplicados”. Vemos, en los 1990, una reaparición del concepto “nuevo” pero esta vez, sin estar necesariamente asociado con un medio concreto. Ahora hablamos de “media”: New Media, lo que ha llevado a críticos como Lev Manovich de la Universidad de California, San Diego, a sentenciar que los “New Media” se han convertido en “the new cultural avant-garde” en general.
La relación entre estos cambios y las “vanguardias históricas” va más allá de un énfasis paralelo en lo “nuevo,” pues aunque efímera en muchos casos, la experimentación vanguardista no desapareció súbitamente. Hemos visto cómo la postmodernidad ha naturalizado el avant-garde de aquel momento, se ha deshecho de la implicación política original del movimiento y, gracias a la repetición constante de sus técnicas expresivas, nos ha hecho verlo como una expresión totalmente natural. Lev Manovich nos avisa de que, desde este punto de vista, el software de los 1990 ha naturalizado las técnicas de los 1920, tan radicales como eran su montaje, collage (u otros medios de desfamiliarización, por rememorar al gran Shklovsky) tal y como ya lo hicieron los vídeos musicales, el diseño postmoderno, la arquitectura o la moda de los 70 y los 80. 


Me resulta curiosa la vuelta de estos desafíos tipográficos a la sala del museo de la Juan March. Carteles de Opel, Bosh o cigarrillos Manoli junto a pósters llamando a la afiliación soviética, o portadas de antologías poéticas como Las 7 virtudes publicada por Francisco Rivero Gil en 1931, con participación de Gómez de la Serna y Benjamín Jarnés.

Lucian Bernhard, 1911

 

Arte hecho diseño, diseño vuelto arte: vanguardia aplicada, aplicación museificada… el arte está en los ojos del que mira.
A

 

Dos días por cada minuto

Soy muy de perder libros. Es una desgracia terrible e inexplicable, muy mía. 


Esta mañana he comprado algunos ejemplares de esos que o bien he perdido terriblemente hace tiempo, o jamás (más terrible todavía) llegué a comprar. España está en crisis, señores, ayudémosla hoja a hoja.  


Ferré, Providence, 2009
Fernández Mallo, Antibiótico, 2012
Vilas, Gran Vilas, 2012
Vilas, Aire nuestro, 2009
Calvo, Los ríos perdidos, 2005
Calvo, Risas enlatadas, 2001
Cebrián, La nueva taxidermia, 2011
Fernández Mallo, Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, 2001 (Ok, éste solo por el fetiche de la reedición) 2012
Calvo, El jardín colgante, 2012
Calvo, El dios reflectante, 2003
Calvo, Mundo maravilloso, 2007 






Me pregunto, además, si una es capaz de leerlo todo, de verlo todo, de escucharlo todo. Es una pregunta retórica y estúpida. La Wikipedia dice que cada minuto que pasa hay 60 horas más de vídeo en el servidor de YouTube. Más de dos días de vida por cada minuto.  


Ayer terminé de releer Niebla, hoy, Réquiem por un campesino español. He incluído en el plan de clase otros cinco: Los bravos, Nada, El cuarto de atrás, Historias del Kronen, Soldados de Salamina. 7 novelas, unas con más tino que otras, pero ejemplos perfectos de la evolución novelística canónica del siglo XX español. 


¿Cómo vivir esos dos días que se producen cada minuto si además tenemos que volver a (revivir) las miles de horas vividas por otros? ¿Será posible comprender esas nuevas horas saltándonos las vidas pasadas? 


A

The New Sentence

 

Pretty words I found reading Ron Silliman.

Some of them, he meant to write but didn’t get to.

hallucinated

dreamlike

interwoven

emphasis

closure

rhythm

absence

shaping

syllogistic move

deduce

 

huracán

 

emotional

 

The sentence is the horizon,

 

border

torque

polysemy

 

silencio

líquido

A.

Carmen’s Interlocutor, my drawer

Carmen Martín Gaite said that her need for writing came from her constant and failed search for the perfect interlocutor and insisted upon the fact that people wouldn’t need to write if they had someone who would listen. She was so obsessed about this some critics considered her work mono-thematic, saying that frustrated search was the one and only topic of her novels. I won’t go as far as calling this lady “obsessive” but she did write a book called The Perfect Interlocutor.

In my case, the search is a little more modest. Around 1994 I started writing a diary. I can’t really recall the exact date as all my memories of primary school are just that, primary school, and I seem to have stored all memories from 1988 (when I believe it’s my first memory) to 1997 in the same box. Nearly ten years of infant life tangled in the same drawer, all mixed up with socks and knickers. (That it’s clearly an exaggeration for I would never dare to mix socks and knickers, that’ll be simply too chaotic).

The fact is, I seem to be writing increasingly less. Funny that, increasingly (like those red lines in graphs) less (like skimmed yogurts). I am one of those people that would expose themselves to the slightest sympathetic smile and will dump all their mental dribble there and then. Should I be quieter and write it all instead? I do need to improve my writing skills.

a.