He sufrido el verano más corto de mi vida, pero qué más da si aquí nunca sube de los 25 grados. En esta corta semana, no obstante, me ha dado tiempo a leer dos libros que, sin darme cuenta, casi han sido el mismo: la novela Mandíbula de Mónica Ojeda y el poemario Cuaderno de campo de María Sánchez. I know, I’m late to the party, pero mejor tarde que nunca. Y, aunque no es excusa, las cosas siempre tardan más en llegar al norte de California.
Pero menos mal que llegan. Porque qué libros. Casi no tengo palabras, me quedan más bien entrañas, manos, mandíbulas, menstruación, ovejas y caimanes. Y madres. Y abuelos. Pero más madres. Más sangre. Más hijas. Qué dos libros más viscerales. Qué dos libros más mujeres. Y vaya mujeres. Más. Ya les digo que no tengo palabras. Pensar en mi lectura de estos dos libros es imaginarme recogiendo el barro del patio con las manos y tratando de hacerle un agujerito. No sé bien por qué me viene esto a la mente, quizás leerlas a ellas sea como tratar de abrir la tierra y ver qué hay dentro. Dentro del cuerpo y de la mujer. Qué mujeres. No tengo palabras. Quizás sea porque los he leído uno junto al otro, quizás sea sólo el contexto y la proximidad lo que me agrupe estos dos libros en la mente, pero siento que hay algo más allá de la casualidad fortuita lo que los une. El tono es distinto, pero los colores, las sustancias, las texturas, las grasas, los pelos y las manos los abrazan y soban de maneras que, a mí, desde hoy me los hace inseparables.
El libro de Ojeda es terrorífico, por cierto. No hace falta que resuma de qué va este teen horror story, porque me parece que en realidad no va de esto. Sino del miedo que nos da a todas conocernos realmente, escarbar un agujerito dentro de cada una y ver de qué pasta estamos hechas (ojalá no de las creepypastas de las que habla Ojeda, porque vaya pesadilla). De ver cómo la mujer cambia. Me da vértigo pensar en lo adulta que me parece haber sido a los 16 años y la niña en la que me he convertido al ser madre. Parir un hijo es volverse más hija de lo que una fue consciente nunca [esto me lo enseñó mi hijo Lucas, pero es parte de la transformación que una experimenta con el texto de Ojeda. O, por lo menos, yo lo experimenté así, en carne propia. Ya he dicho mil veces que generalizar está feo].
El poemario de Sánchez puede que quizás no tenga nada que ver con la mandíbula de Ojeda pero a mí me hizo ver cosas similares. O más que ver, sentirlas, masticarlas, pero no desde el vértigo del cambio, sino desde el confort que supone encontrarse con algo conocido que ya no da miedo. Algo que quizás estaba perdido pero que es inmediatamente reconocido al encontrarlo en el texto. Pero que igualmente sorprende e, incluso, puede que sea todavía un poco creepy. El autorreconocimiento [verse una dentro de otra] es creepy, la sangre siempre es creepy, aunque no de miedo. Los hermosos versos de Sánchez nos recuerdan que estamos hechas de sangre, agua, polvo, hueso, hierba y ácido desoxirribonucleico. Palabras biodegradables que se rompen y vuelven al campo. Cosas de la tierra que, aunque sean cientificables [Sánchez es veterinaria, el texto está lleno de referencias que alejan el poemario de lo neopopular aunque la temática nos haga pensar en esa línea], siempre preceden al discurso científico. El cuerpo y el animal, el campo, la madre y el abuelo, parece decirnos Sánchez, siempre parecen preceder a la ciencia aunque sean indivisibles en ella. Puede que de eso vaya la poesía.
I know, I am late to the party, pero quedan pocas horas de verano y justo ahora sale el sol y Lucas duerme. Ya casi nunca escribo impresiones sobre lo que leo, ya casi no hay tiempo para nada que no sea mantener la familia a flote, el trabajo, eso. Pero no quería dejar de pasar esta oportunidad que me da el sol de la siesta para darles las gracias a Mónica Ojeda y a María Sánchez por escribir y dejar que otras las lean. Ahí van las gracias, de entraña a entraña.
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