La escritura silencia la palabra. Y una imagen vale más que mil de éstas.
“Silencio” Eugen Gomringer, 1954 |
De la escritura se ha dicho que supuso el abandono de la oralidad, aunque lo que realmente esto significa no sea más que la separación necesaria de lo escrito y la palabra. La lectura silenciosa cambió el régimen semiótico de la palabra que en tanto que fuera escrita, pasaría a ser visual y estaría asociada con un régimen material de códigos de escritura, frente a aquella otra que sería pronunciada. La otra, la oral, parecería pues, casi, una palabra escurridiza—un palomo de lumbre que se desliza por la oreja, como leí una vez en un Lorca que hacía hablar a una mujer encinta (encinta, ¡qué palabra!).
Blanchot decía, en su Diálogo inconcluso que escribir era quebrar el vínculo que une el habla al hablante, quebrar la relación que hace a uno hablar hacia otro. Escribir “me da el habla dentro de la comprensión que esta habla recibe de ti, porque se dirige a ti, que comienza en mí porque termina en ti” (187). Escribir, aun en su silencio, es convertirse en el eco de lo que no se calla tampoco, que no puede dejar de hablar—en tanto que está escrito ese palomo vuela y vuela y va quemándolo todo.
Y claro, así es, porque la poesía ha buscado siempre decir lo indecible, cazarlo al vuelo en ese eco quizás, y encontrar imágenes para el vacío y el silencio, como diría Belén Gache. Lo que es entonces realmente productivo es el eco, o la nada, por volver a Gache que “se presenta como fuerza productora de un sentido pleno al que no tienen acceso las palabras” (63).
Decir sin decir palabras. Y quizás sea más fácil de lo que uno piensa, lo hacemos constantemente con una caricia, con una sonrisa ambigua, por ejemplo. Con gestos que no son nunca, por mucho que una crea, totalmente comprensibles. Con poesía concreta también se hizo. Con estirar la iconicidad de la palabra y su código escrito. Y se abrió por entonces todo un debate sobre la relevancia de la semántica en estos juegos visuales: hasta qué punto era juicioso abandonarla. Hubo bandos, hubo poetas concretos por todo el mundo. Hoy también los hay, se los ha llamado visuales según se alejan del letrismo. El debate existe, la palabra se niega a su silencio.
Con la llegada del Flash se animó aún más el asunto. Pongo “Disciplina” de Ana María Uribe como ejemplo. Un poemita visual en el que a ritmo de música electrónica (machacona, por cierto—machacona ¡qué palabra!) pone en movimiento seis letras “H” en mayúscula, de distintos colores, que se ejercitan siguiendo las órdenes una voz dictatorial en off. Lo que diga la voz, berreo más bien, es igual. El chunda-chunda (ojo a la palabreja, estoy sembrada hoy) anima la cosa y se sincroniza con las H cuyo cuerpo se iconiza para representar las extremidades humanas—los brazos y las piernas de los soldados mudos, obedientes. Las “H” se aproximan a la ambigüedad de la sonrisa, o la caricia. Viva el grafema antropomorfo.
“Disciplina” Ana María Uribe, 2002 |
Uribe, así, sin palabras, da voz a las que son mudas por antonomasia. Con letras, en un silencio que grita multiculor, nos recuerda que lo que no se dice—ahora incluso lo que no se llega a escribir—sigue ahí pero quizás responda a otro régimen estético o semiótico. Está ahí y, en este caso, sigue trabajando obediente—en silencio, bajo un orden igualmente estricto.
Bib
Blanchot, Maurice. El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila, 1996
Gache, Belén. Escrituras nómades. Gijón: Ediciones Trea, 2006
Uribe, Ana María. “Disciplina” 2002, Anipoemas, Vispo, Web, abril 2015