Como estoy de vacaciones y en Madrid, esta mañana, mi señor padre y yo hemos ido a ver la exposición de la fundación Juan March, “La vanguardia aplicada (1890-1950)“.
Leo bastante sobre la experimentación artística de hoy. Parece que todo el mundo trata de subvertir las reglas (cosa que, por otro lado, me parece muy requetebién) y que si no es “experimental”, la cosa no merece mucho la pena (cosa que, por otro lado, también me parece, las más veces, muy requetebién). Creo, no obstante, que sigue mereciendo la pena detenerse un momento y volver la mirada al proceso de evolución de las vanguardias históricas (y no sólo las tradicionalmente comprendidas como literarias, que son las que se llevan la gran parte de la atención crítica –cosa que, también, me suele parecer muy, muy requetebién) para comprender el momento de “experimentación” artística en el que vivimos.
En el programa de mano de la exposición se explica que antes de que en el siglo XVIII advinieran las estéticas modernas, y con ellas, la autonomía de las bellas artes, éstas habían sido consideradas “artes aplicadas”, es decir, que se creaban con un objetivo particular “aplicado” a la devoción religiosa, la representación del poder, la riqueza, etc. Sabemos que años después, con la llegada de muchos movimientos vanguardistas (futurismo, dadaísmo, constructivismo… ismos todos hartos de la situación “autónoma” en la que se encontraba el arte), se trató de devolver el arte (¿con su potencial transformador?), al ámbito político y social, al mudo doméstico y de las ideas, del que las estéticas y poéticas del arte puro, el esteticismo, y el ideal de l’art pour l’art le habían alejado.
Devolver el arte a la vida… Volviendo a la “experimentación” literaria de hoy, veo una influencia doble de estas vanguardias “históricas” en la obra de muchos artistas actuales — y pienso aquí, sobre todo, en aquellos que algunos hemos nombrado mutantes (y que me interesan a mí porque me parece que lo que hacen está más que requetebién)– que vendría desde el desarrollo de los medios tecnológicos, por un lado, y de la vanguardia literaria en sí, por otro. En lo referente a la evolución estética de los medios, valga recordar los múltiples manifestos y publicaciones pro-cambio de los 1920 que buscaban un nuevo tipo de lenguaje dentro de esos mismos medios tecnológicos que estaban afectando la práctica de los diferentes artistas “de vanguardia” pocos años antes: la nueva tipografía de Jan Tschichold, la nueva visión de Laszlo Moholy-Nagy, la revolución arquitectónica de Le Courbusier, los intentos franceses, alemanes o rusos por crear un lenguaje cinematográfico nuevo y, desde luego (y con más presencia en esta exposición de la Juan March), las innovaciones de diseño gráfico de Aleksander Rodchenko o El Lissitzky.
Me resulta curiosa la vuelta de estos desafíos tipográficos a la sala del museo de la Juan March. Carteles de Opel, Bosh o cigarrillos Manoli junto a pósters llamando a la afiliación soviética, o portadas de antologías poéticas como Las 7 virtudes publicada por Francisco Rivero Gil en 1931, con participación de Gómez de la Serna y Benjamín Jarnés.